Gabriel Miró, para mí, es casi un escritor a pie de página, que estudié en una magnífica materia de COU que se llamó Literatura española y que me permitió conocer a muchos y grandes autores. A unos se le daba mucha importancia y a otros, apenas, unas líneas. Este era el caso de este escritor alicantino nacido en 1879 y que falleció en Madrid , muy joven, en 1930 cuando tenía 50 años. Era un hombre de familia acomodada, que cursó Derecho en Valencia y Granada y que colaboró en varios periódicos y revistas de la época como La Publicidad, El Heraldo, Los Lunes de El Imparcial, ABC y El Sol de Madrid, así como los argentinos Caras y Caretas y La Nación de Buenos Aires.
Como novelista el escritor alicantino publicó su primera novela a los 22 años, La mujer de Ojeda, y en 1903 editó Hilván de escenas. En su siguiente libro, Del vivir (1904), apareció por primera vez el personaje de Sigüenza, «alter ego» del autor que le acompañó en otras obras posteriores: Libro de Sigüenza (1917) y Años y leguas (1928). Para la mayor parte de la crítica, la etapa de madurez de Gabriel Miró comenzó con el libro que acabo de terminar, escrito en 1910 y que lleva por título Las cerezas del cementerio.
Recuerdo el título del libro , pues junto Las Figuras de la Pasión de Señor (1916-17) al Obispo Leproso (1926) pudieran ser sus obras más reconocibles. Fue Premio Mariano Cavia, dedicado a las narraciones breves. Sin embargo, como comenta Horacio Vázquez Rial en el prólogo de Las cerezas del cementerio será relegado a uno de los rincones oscuros de la narrativa española, no llegando a ser ni tan siquiera académico de la RAE Gabriel Miró fue un autor leído tanto por sus admiradores como Vale Inclán, Pérez de Ayala, Azorín, o Juan Ramón Jiménez así como sobre la generación del 27 -dado su lirismo- por sus detractores entre los que destaca José Ortega y Gasset.
Ricardo Gullón ha calificado los relatos de Miró como novelas líricas. Son, por tanto, obras más atentas a la expresión de sentimientos y sensaciones que a contar sucesos, en las que predominan:la técnica del fragmentarismo,el uso de la elipsis la estructura del relato en escenas dispersas, unidas a través de la reflexión y la rememoración en la que la temporalidad incorpora el pasado a un presente continuado, por medio de las sensaciones, la evocación y el recuerdo. Todo ello creó un estilo mironiano caracterizado por la riqueza plástica de su obra, el uso de sinestesias y de imágenes sensoriales, una adjetivación y un léxico excelso, que , a veces, hace que los fragmentos cuesten trabajo entender.
En su obra hay mucho del hombre melancólico e introvertido que era, pero también un fuerte sentido crítico contra lo eclesial ; una sensibilidad exacerbada a colores, aromas, texturas y sonidos que refleja en sus obras, de tiempo lento, casi moroso y carácter muy lírico y descriptivo; su estilo, muy elaborado, se halla esmaltado de palabras castizas, arcaísmos y sinestesias.
Las cerezas del cementerio (1910) está considerada una obra de madurez creativa del autor cuya trama desarrolla el trágico amor del hipersensible joven Félix Valdivia por una mujer mayor (Beatriz) y presenta —en una atmósfera de voluptuosidad y de intimismo lírico— los temas del erotismo, la enfermedad y la muerte.En esta novela intimista y de introspección se aborda el tema del amor o, mejor dicho, la ausencia de ésta .
El eje central de la historia . aunque no siempre presente, Félix Valdivia, joven de gran encanto y sensibilidad, cuya existencia se orienta claramente a la naturaleza y la mujer, especialmente de Beatriz, mujer mayor casada y de una extraordinaria belleza, que van a encontrarse con el rechazo y la incomprensión de todos..
Sin embargo, frente al amor y la vida, Félix topa con la rígida moral imperante en la Valencia de principios del siglo XX, tan avanzada y represiva a un mismo tiempo. Son las barreras morales y religiosas que le impedirán alcanzar la felicidad. Es un libro sobre el amor y la falta de amor, y en él se suceden las historias de enamoramientos.
Es un libro complejo, abierto a diversas interpretaciones, hace efectivo el propósito del autor de insinuar las cosas y de trazar una novela trémula de emoción y muy personal.
Aquí el paisaje valenciano se convierte en un personaje más, sino el principal, a través de descripciones que semejan acuarelas vivas, donde además de los colores, percibimos aromas y sonidos. Estilo pausado, casi lírico, con uso de sinestesias y palabras arcaicas. Una obra literaria para saborearla lentamente.
El protagonista, enamoradizo y mujeriego, pero de un modo muy espiritual, sufre la incomprensión de todos los que le rodean, que esperan otras cosas de él y no comprenden su sensibilidad ni su amor por la belleza. La historia nos depara un final inesperado, triste pero bello a la vez. Félix muere y es enterrado en el cementerio de Posuna, conocido por sus cerezos de cuya fruta, por respeto o por asco, nadie come. Beatriz e Isabel, joven que también amó a Félix, visitan su tumba y comen la fruta de los «árboles sagrados», sorbiendo y comulgando de esta manera la esencia del amado con la fruta de los cerezos.
Para Miguel Ángel Lozano Marco, este libro “es un ejemplo acabado de novela lírica; posiblemente sea el título representativo por excelencia de esa modalidad narrativa en la literatura española. Si la novela es lírica no lo es sólo por su intensidad y belleza del lenguaje, sino por haberse centrado el narrador en la conciencia de un personaje, Félix, que percibe y da sentido al mundo.”
Miguel de Unamuno en su prólogo a Las cerezas del cementerio, en Obras completas de Gabriel Miró, 1932 comentó que «A las veces leyendo a Miró le sobrecoge a a uno el misterio de una religiosidad búdica, de un eterno recuerdo, de una eternidad hacia el pasado, de un principio de la conciencia. Y este mismo Félix, ¿qué es sino un recuerdo de su tío Guillermo? ¿Qué es esta novela sino un cuento plenilunar de aparecidos, de fantasmas, de ánimas que se ahogan en la vida que pasa, que se ahogan añusgándose con cerezas del cementerio?» «Las cerezas del cementerio es un libro sobre el amor y, cosa que preocupaba hondamente a su autor, la falta de amor. En él se suceden las historias de enamoramientos, correspondidos y no correspondidos, realizados y no realizados, o realizados torcidamente.
Constantemente late en sus páginas el deseo, la esperanza del encuentro erótico; pero el eros mironiano no es únicamente físico: está lleno de piedad, de necesidad de consuelo, de ternura, de don, las más veces don de una sola de las partes. Las cerezas del cementerio es una gran novela. Uno confía en que su llegada a manos de un lector apasionado contribuya en algo a hacer justicia a su autor.»
No es una obra fácil de leer, te obliga a estar permanentemente con un diccionario dada la enorme riqueza léxica que maneja el escritor y la difícil lineal argumental que tiene. Eso sí, las descripciones son maravillosas, inigualables.
Para Horacio Vázquez-Rial es un libro complejo abierto a diversas interpretaciones, que hacen que sea una novela intimista y de introspección en la que los cerezos del cementerio adquieren un papel casi de comunión con los protagonistas como destaco aquí «Dejaron la aldea, internándose por el cerezal; y ya junto al cercado del cementerio, oyeron voces y, de pronto, Belita y tía Constanza quedáronse pasmadas viendo a las damas de mucha hermosura que estaban alcanzando y comiendo cerezas de los árboles sagrados, la última fruta, la más grande y sabrosa.
Las desconocidas, ajenas al entredicho que para todos tenían esos frutales, arrancaban cerezas con infantil donaire y complacencia, y al ver a Silvio y Félix les llamaron pidiéndoles ayuda.
[…]
Y entonces Isabel le gritó que viniese.
—Te llaman, Félix. ¿Es ésa tu prima?—le dijo Beatriz.
—Sí; la pobrecita me ha pedido que nunca coma fruta de estos árboles. ¡Les tiene mucho respeto de santidad o de asco a la muerte! —Y bajó, dándole a su madrina una rama cuajada del dulce coral de sus guindas.
Ella buscó y ofrecióle la más redonda y encendida.
Isabel les miraba. Félix adivinó su angustia, y vaciló. ¡Pero es que hasta lo menudito había de inquietarle y torcer su espíritu! ¡Una cereza le llenaba de vacilaciones! Y la comió…»
Lo desconocía pero la novela fue adaptada para la pequeña pantalla en parte por la Televisión Autonómica Valenciana dando lugar a una miniserie de 120 minutos que fue dirigida en 2004 por el alicantino Juan Luis Iborra, coautor del guión junto a Pedro Gómez y Antonio Albert, e interpretada en sus principales papeles por Concha Velasco, Félix Gómez, Xabier Elorriaga, Juli Mira, Álvaro de Luna, Raúl Julvé, Empar Ferrer y Gretel Stuyck, Empar Ferrer, Rebeca Valls, Anna Moret, Teresa Soria, Concha Hidalgo, Elisa Matilla, Jesús Cabrero, Magüi Mira, Paco Vila.
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